Grave: La economía congelada promete un ajuste brutal

Con la recaudación desplomada y el gasto atado a leyes indexadas, el gobierno de Javier Milei enfrenta el límite estructural de su propio experimento. Aunque promete alivio con fondos de Washington, la realidad fiscal lo obliga a un recorte feroz.

Actualidad15/10/2025
NOTA

La economía argentina entró en un punto muerto. La recaudación nacional se derrumba entre 15 y 20 % interanual, mientras las retenciones —que hasta hace poco eran el pulmón de las divisas— caen más del 40 %. 

 

La desaceleración económica golpea de lleno la base imponible de IVA y Ganancias, y el Impuesto País, que había sostenido parte del equilibrio fiscal en los primeros meses del año, se achica a la par del comercio exterior.

 

En números concretos, el Estado pierde alrededor de 1,5 puntos del PBI de ingresos, apenas 0,3 menos que el superávit logrado en 2024. Traducido: todo el esfuerzo fiscal del primer año se evapora. Para sostener la meta acordada con el FMI, el Gobierno necesita ajustar al menos dos puntos del PBI en gasto primario no indexado: más de 10 billones de pesos.

 

 

Ese recorte no es una abstracción contable. Como la mayor parte del gasto está protegida por ley —jubilaciones, deuda, asignaciones, pensiones— el ajuste real caerá sobre salarios públicos, subsidios, obra pública y transferencias a las provincias. El corazón vivo de la economía territorial.

 

Los informes oficiales ya muestran esa tendencia: el déficit operativo de las empresas públicas cayó un 26,7 %, los bienes y servicios un 4,9 % en términos reales, y los otros gastos un 5,4 %. En cambio, las partidas automáticas crecieron por simple inercia. En criollo: el Estado se achica donde más se lo necesita y crece donde no puede tocarse.

 

Un Estado que se retira del territorio

 

El proceso ya comenzó. Gobernadores que habían conseguido retomar obras claves relatan que los pagos se frenaron otra vez. El Tesoro, sin la red de contención que tuvo en el primer semestre, volvió a cerrar la canilla.

 

En julio y agosto, mientras el dólar mayorista oscilaba dentro del nuevo régimen de bandas, el Estado aumentó los giros a Cammesa —652 millones de dólares en julio y 491 en agosto— para contener el impacto del tipo de cambio en las tarifas antes de las elecciones. Fue una maniobra política: frenar la suba de luz y gas hasta que pasara la votación.

 

Pero el dique ya no aguanta. La devaluación acumulada supera el 40 % desde abril, y los técnicos del área energética advierten que, sin subsidios, el traslado a tarifas sería del 90 %. Lo que hasta ahora fue una amortiguación temporal se transformará en una bomba de tiempo pos electoral: el aumento llegará todo junto, en un contexto de ingresos estancados y recesión profunda.

 

En paralelo, el Presupuesto 2026 confirma el rumbo. Mientras las partidas indexadas —las que la ley protege— crecen en términos reales, el resto del gasto se hunde. Lo que el gobierno llama “eficiencia del Estado” no es otra cosa que un retroceso deliberado de la inversión pública y social.

 

La estrategia, según técnicos consultados, es clara: dejar que el gasto indexado gane participación hasta que su propio peso justifique una reforma previsional o social más agresiva. Es un modo de gobernar con la tijera en el aire, esperando el desgaste político para aplicar el corte.

 

La política, rehén de la aritmética

 

La estrategia fiscal tiene consecuencias políticas directas. El intento de Milei por recomponer vínculos con los gobernadores del interior choca con la realidad: sin plata, no hay federalismo posible. Los mandatarios provinciales habían empezado a acercarse al Ejecutivo con la expectativa de recibir fondos para infraestructura, salud o transporte, pero la caja se cerró antes de tiempo.

 

El propio Nadin Argañaraz, del IARAF, advirtió que mientras el gasto indexado siga creciendo automáticamente, el resto deberá caer con más fuerza para cumplir las metas del FMI. La traducción política es simple: o se enfrentan los gobernadores, o se recorta más sobre el empleo público y los servicios.

 

La paradoja es que, incluso si llega el nuevo auxilio financiero de Washington, ese dinero no se usará para crecer sino para pagar deuda. Milei lo celebró como un triunfo personal —“Mientras esté Trump tengo el poder”—, pero lo que presenta como respaldo es, en realidad, la prueba de su impotencia económica. Una economía que no recauda y depende de dólares prestados para sostenerse no ejerce poder: lo delega.

 

El mito del poder prestado

 

El vínculo con Estados Unidos funciona más como respirador que como alianza. La ayuda externa mantiene a flote las reservas, pero no corrige el problema estructural: el congelamiento de la actividad. Las pymes se paralizan, el consumo se hunde, las provincias no pueden pagar obras y el Estado nacional deja de ejecutar programas.

 

En ese escenario, la retórica libertaria de Milei choca contra la pared de la economía real. Decir que “cuenta con el poder de Trump” puede sonar a respaldo político, pero en los hechos significa admitir que la gobernabilidad depende del Tesoro norteamericano.

 

Washington no actúa por altruismo. Las líneas de crédito tienen objetivos geopolíticos claros: sostener al aliado antes que estabilizar a la economía. Esa es la diferencia entre apoyo y tutela. Y Argentina, otra vez, camina la frontera borrosa entre ambas.

 

En los despachos oficiales, algunos economistas advierten que el nuevo desembolso puede dar aire hasta fin de año, pero no resolverá el deterioro fiscal estructural. Sin recaudación y con un gasto cada vez más rígido, el país se enfrenta a un clásico dilema de manual: o se reactiva la economía —lo que implicaría soltar el ancla cambiaria— o se ajusta más. Las dos cosas al mismo tiempo son imposibles.

 

El ajuste invisible que viene

 

Mientras la inflación cede y los precios parecen calmarse, se prepara un ajuste más profundo: el de la vida cotidiana. Los aumentos pospuestos en energía y transporte se acumularán sobre una recesión que ya borró miles de empleos formales. Los salarios reales del sector público caen, las provincias reducen servicios y la obra pública se convierte en una rareza.

 

El ajuste de tarifas, inevitable después del congelamiento, se montará sobre hogares que ya destinan más del 50 % de su ingreso a gastos básicos. La promesa de eficiencia se traduce en apagones sociales: menos inversión, menos conectividad, menos Estado.

 

En los despachos del interior, los gobernadores lo saben. La gobernabilidad, ese bien escaso, depende de que el recorte no se transforme en conflicto. Pero el clima preelectoral posterga lo ineludible: cuando se abran las boletas de luz y gas, la política va a sentir el calor de la economía.

 

Milei se jacta de tener el respaldo de Trump, pero el verdadero poder —el que sostiene sociedades, no balances— se mide en otra moneda: la confianza de su gente. Sin recaudación, sin inversión y con un país que empieza a desconfiar de sus propias promesas, el ajuste que viene no será solo fiscal. Será un test de resistencia política y moral.

 

Porque ningún poder prestado puede tapar el ruido de una heladera vacía, ni ningún discurso libertario puede llenar un comedor popular. La Argentina real no vive en los gráficos del Tesoro ni en los posteos de la Casa Blanca. Vive en el barrio, donde la economía no se discute: se sufre o se respira.

 

El ajuste puede cerrar en los papeles, pero la sociedad —esa que no está indexada— ya empieza a abrir los ojos. Y ahí, en esa frontera entre la paciencia y el hambre, es donde se prueba el verdadero poder de un presidente.

 

La recaudación cayó hasta 20 % interanual y el Estado pierde 1,5 puntos del PBI en ingresos: el ajuste equivaldrá a más de 10 billones de pesos.

El “respaldo” de EE. UU. mantiene a flote las reservas, pero no la economía real: Milei depende del Tesoro norteamericano mientras el país se enfría.

 

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