La huella de Forn: literatura, memoria entre dunas

Juan Forn murió en 2021, pero dejó una obra que desarma mandatos y acompaña desde la fragilidad: relatos que atraviesan la pérdida, la memoria y la vida común con una lucidez dolorosa. Su escritura sigue siendo refugio en un país que necesita voces capaces de nombrar lo innombrable.

Cultura 17/08/2025
NOTA UNICA

Por Camila Roncal (Cultura, tendencias y mucho glitter)

 

El escritor que encontró en el mar su última voz

 

El 20 de junio de 2021, el corazón de Juan Forn se detuvo en Mar de las Pampas, Villa Gesell. Tenía 61 años y una vida que fue tantas vidas juntas: editor que cambió el mercado, narrador que inventó un género propio y ese hombre que cada viernes nos regalaba una contratapa que era como un fuego encendido en medio del ruido. Con él, leer dejó de ser un lujo para pocos: se volvió una fiesta secreta, íntima, necesaria.

Su muerte fue un baldazo de sal sobre la piel: ¿cómo seguir el viernes sin esa voz que cruzaba a Nabokov con un peluquero de Picasso, a Ajmátova con Bonnie and Clyde, a un surfer luminoso con Viel Temperley en un hospital? Forn hacía convivir lo sagrado con lo vulgar y nos mostraba que todo podía ser relato si había pasión detrás.

 

Del Newman al desierto de arena

 

Hijo de familia patricia, alumno del Cardenal Newman, desertor de mandatos. La rebeldía lo mordió de chico y ya no lo soltó. Se fugó a Europa, publicó su primera novela Corazones, y en los noventa se convirtió en editor estrella de Emecé y Planeta, donde empujó a publicar argentinos como si fueran estrellas de rock.

Su obra fue intensa. Nadar de noche se volvió consuelo colectivo: un cuento donde un hijo visita al padre muerto y donde miles de lectores encontraron alivio a sus propias pérdidas. Después vinieron Frivolidad, Puras mentiras, María Domecq. Pero lo que lo marcó no fue solo lo que escribió, sino cómo hizo circular la literatura en un país que parecía haberla olvidado.

Los noventa fueron también su abismo: Radar, editoriales, libros, pastillas, alcohol. Hasta que el cuerpo dijo basta. Una pancreatitis lo dejó al borde y lo obligó a parar. Y en ese quiebre encontró otra vida: la orilla de Villa Gesell.

 

Gesell, el mar y sus guijarros de la arena

En Gesell, Forn dejó de ser el editor frenético y se volvió un hombre que escribía con la marea como banda sonora. Caminaba, recogía piedras, volvía a casa y las ponía en su biblioteca. Decía que cada contratapa era eso: una piedra pulida por el mar, lista para ser compartida.

La hija de Forn, Matilde, contó que su biblioteca estaba ordenada por geografías: rusos, europeos, latinoamericanos. Todos con subrayados y anotaciones. Esa biblioteca, y sus paseos por la playa, eran su laboratorio secreto.

Forn decía que el mar lo limpiaba, lo obligaba a pensar de nuevo. Allí escribió las contratapas que después reunió en Los viernes, y allí terminó dos días antes de morir su último libro: Yo recordaré por ustedes. Un testamento en forma de collage, un mapa que va de África a Japón, de la disidencia soviética a Viel Temperley, y que vuelve siempre a la Argentina. El título era su promesa: él recordaba por nosotros.

 

El último legado

Yo recordaré por ustedes no es solo un libro: es una despedida. Forn entendió que escribir era rescatar lo que la memoria social arrasa y que su oficio era mantenerlo vivo. Convirtió cada viernes en una ceremonia colectiva. No había que ser experto ni académico: había que dejarse llevar.

Forn nunca buscó clausurar la lectura: la abría como quien abre una ventana. Hizo que miles corrieran a leer a Grossman, Kawabata, Idea Vilariño. Fue divulgador, editor, narrador y predicador. Una especie de sacerdote laico que predicaba la fe en los libros.

Juan Forn fue editor, escritor, lector voraz y hombre de playa. Pero sobre todo fue memoria. Un viernes sin él todavía duele, pero en cada piedra recogida, en cada cuento leído, en cada contratapa compartida, su voz vuelve.

El mar lo eligió como refugio y él nos eligió como testigos. Nos enseñó que la literatura es un acto de amor y resistencia, que recordar es también escribir contra la muerte. Y aunque no esté, cumple su promesa: recordar por nosotros, para siempre. La pregunta es dolorosa, ¿En serio se murió Forn?

 

El narrador de la noche sagrada

 

Juan Forn escribía como quien sangra con elegancia. Sabía que cada historia era también una herida, y que el oficio del narrador no era cerrarla sino mostrar su belleza insoportable. “Un cuento puede ser la visita de un padre muerto”, decía, y con Nadar de noche nos enseñó que la literatura podía tocar la fibra más íntima sin pedir permiso. Forn hizo de la escritura un puente entre la memoria y el dolor, entre la vida frenética de Buenos Aires y el silencio áspero del mar en Gesell.

Heidegger, al leer a Hölderlin, preguntaba: “¿Y para qué poetas en tiempos de penuria?”. Hoy, en un país que vive su propia noche del mundo, la respuesta es clara: para eso estuvo Forn. Lo que nos deja no son libros para entendidos, sino cicatrices compartidas, relatos que arden como brasas y que, aun después de su muerte, siguen alumbrando la oscuridad.

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