Milei contra Ian Moche: el round que nunca debía pelear

El Presidente eligió chocar con un niño de 12 años con autismo, escalando una pelea que no suma capital político y lo deja en el rincón más incómodo: el de la crueldad. La secuencia, los errores y el costo social de un conflicto que lo ubica entre “los viles”.

Política 12/08/2025
NOTA 1

Libertad de expresión o escopetazo al pie

 

 

En política, hay enemigos que se eligen y batallas que se evitan. Javier Milei parece no haber registrado esa diferencia. La causa judicial con Ian Moche, un chico de 12 años con TEA, no es un episodio más de su guerra cultural: es un error estratégico que le abre flancos en todos los frentes. Porque si algo entiende cualquier operador político —desde un concejal del conurbano hasta un canciller en Washington— es que los niños son una línea roja. Cruzarla no solo no aporta, sino que erosiona la imagen, incluso frente a su propio electorado.

 

El Presidente pudo dejar morir el tema con un gesto mínimo: borrar un tuit. En cambio, eligió aferrarse a la narrativa de “libertad de expresión” como escudo, insistiendo en que su cuenta de X es “personal” y que el chico es “un activista” que debe soportar críticas. El problema es que ese argumento se estrella contra un principio básico: la asimetría de poder entre un adulto que gobierna y un niño que milita por una causa.

 

De la disrupción a la villanía

 

En la primera etapa de su gobierno, Milei capitalizó la provocación. Su estilo disruptivo funcionó para tensionar el debate y marcar agenda. Pero la crueldad tiene fecha de vencimiento: en algún momento deja de ser audacia y empieza a oler a ensañamiento. Este caso es la prueba.

 

La secuencia fue innecesaria: Retuiteó un post que vinculaba a Moche con el kirchnerismo, usando la frase “del lado del mal”. Ante el reclamo de la familia, redobló la apuesta y se negó a borrar la publicación. Luego judicializó la defensa, desplegando el aparato de la Procuración del Tesoro para sostener que no hablaba como Presidente, más tarde abrió así un debate jurídico sobre si su cuenta es privada o institucional, en plena vigencia del escándalo por la criptoestafa $LIBRA. 

 

El resultado: un Presidente empecinado en justificar que puede atacar verbalmente a un menor de edad, con discapacidad, amparándose en la “cultura de la cancelación”. La imagen es pésima, porque lo coloca en el campo simbólico de los que golpean hacia abajo.

 

Efecto boomerang

 

La jugada tiene un costo que supera el expediente. Al reforzar la idea de que no distingue entre adversario y víctima, Milei alimenta un relato social que lo ubica como “el vil”, el que no sabe calibrar la fuerza del golpe. Ese lugar es peligroso, porque erosiona la épica libertaria y la convierte en simple hostigamiento.

 

Además, el caso funciona como espejo: muestra cómo el Presidente usa sus redes para hostigar sin hacerse cargo de la investidura. Y, al defender la postura con argumentos jurídicos débiles, termina potenciando el vínculo entre este episodio y otras causas donde su uso de X está bajo la lupa.

 

En el territorio, la lectura es clara: si el Presidente no sabe elegir sus peleas, puede convertir cualquier anécdota en un incendio político. Y en un contexto de inflación alta, ajuste y malestar social, no hay espacio para quemar capital en batallas morales mal planteadas.

 

En el tablero de la política real, este round nunca debía haberse peleado. No hay relato libertario ni épica antisistema que justifique la imagen de un Presidente en guerra con un chico de 12 años con autismo. Lo que en campaña puede venderse como irreverencia, en el ejercicio del poder se traduce en pérdida de autoridad moral.

 

La libertad de expresión no es carta blanca para agredir; y el que olvida que el poder implica límites, termina prisionero de sus propios excesos. Milei eligió cruzar esa línea. Y cuando un líder se para frente a un niño y decide verlo como enemigo, deja de ser disruptivo y empieza a ser recordado como lo que la sociedad más desprecia: el que pega donde duele, solo porque puede.

 

 

Carl Schmitt y el error del “enemigo inventado”

 

Carl Schmitt definió la política como el ámbito donde se traza la línea entre amigo y enemigo. Pero para el jurista alemán, el enemigo verdadero es aquel que representa una amenaza real a la existencia política de la comunidad. No es cualquiera que piense distinto, ni mucho menos alguien que no puede ejercer un daño proporcional. La política se degrada —y el poder se desgasta— cuando se elige como “enemigo” a quien no cumple ese rol estratégico.

 

En este caso, Milei convierte a un niño de 12 años con TEA en blanco de su hostilidad pública. Desde la lógica schmittiana, es un error táctico doble: primero, porque Ian Moche no es un enemigo político real; segundo, porque al ubicarlo en ese lugar se rompe el equilibrio de fuerzas que legitima la confrontación. El combate se transforma en abuso, y eso erosiona el capital simbólico del líder.

 

Schmitt advertía que el poder no necesita del odio constante para sostenerse. De hecho, un Estado fuerte elige a sus enemigos con precisión quirúrgica, porque sabe que cada conflicto consume recursos, imagen y legitimidad. Aquí, la “batalla” contra Ian no solo es improductiva: es contraproducente.

El resultado es un desvío de la energía política hacia un objetivo menor, que no fortalece al gobierno ni debilita a sus adversarios reales. Al contrario: alimenta la narrativa de que el Presidente no distingue entre adversarios estratégicos y sujetos vulnerables y por sobre todas las cosas un líder enemigo a combatir. 

 

En el lenguaje de la realpolitik, esto es quemar pólvora en chimangos. Y como diría Schmitt, en política no se gana acumulando enemigos irrelevantes, sino administrando con inteligencia la confrontación.

 

 

En política, los niños son un límite: cruzarlo no genera respeto, genera rechazo.

 

 

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