Bukowski: la enfermedad de escribir y el trabajo esclavo

Las cartas de Charles Bukowski revelan al escritor detrás del mito: un hombre atravesado por el alcohol, la marginalidad y la obstinación de escribir hasta el final. Entre confesiones íntimas y furiosos alegatos contra el trabajo alienante y la ética de no perder el alma.

Cultura 17/08/2025
NOTA

Cartas, alcohol y escritura

 

 

Charles Bukowski habría cumplido 105 años este agosto. Su vida fue una larga batalla entre la necesidad de escribir y el impulso autodestructivo del alcohol. En sus cartas, más que en sus poemas o novelas, aparece el hombre detrás del mito: el obrero cansado, el bebedor empedernido, el escritor que nunca creyó ser un artista y que, sin embargo, no pudo dejar de escribir. Allí está su enfermedad, como la llamó alguna vez: la imposibilidad de vivir sin poner palabras en la página, aunque esas palabras nacieran entre botellas vacías y habitaciones de hotel baratas.

Su correspondencia expone un recorrido brutal. El joven que en los años cincuenta era rechazado por las revistas literarias, el trabajador de oficios duros que sobrevivía en mataderos, fábricas o correos, el hombre que se burlaba de su propia condición de impostor. “Vendí la máquina de escribir para emborracharme y apenas tengo para beber”, confesaba en una carta. En ese gesto, la síntesis de una vida vivida al límite: literatura o alcohol, siempre bordeando la ruina.

Pero en esas cartas también hay destellos de libertad. En una misiva a su editor John Martin, ya con 71 años, escribió: “Tengo la sensación de que soy un escritor en ciernes. El entusiasmo y el asombro siguen intactos. Es una locura maravillosa”. A diferencia de otros consagrados que dejaron de escribir cuando llegó el reconocimiento, Bukowski nunca pudo soltar el asombro de ver las palabras cobrar vida. Ese impulso lo acompañó hasta sus últimos días, cuando ya escribía en una Macintosh, rodeado de gatos, piscina y cierta comodidad material que nunca imaginó en la juventud.

Uno de los núcleos más poderosos de sus cartas es su alegato contra el trabajo. A los 66 años, escribió que “la esclavitud nunca fue abolida, solo se amplió para incluir todos los colores”. Sabía de qué hablaba: pasó casi quince años como cartero antes de que un editor le ofreciera un salario para que dejara el empleo y se dedicara a escribir. Su mirada sobre la alienación laboral es despiadada: describe a hombres y mujeres vaciados, sin color en los ojos, atrapados en rutinas que les quitan humanidad. No lo decía desde la teoría, sino desde la experiencia de cargar cajas, cumplir horarios imposibles, sentir la desesperanza de los que saben que no hay salida.

Ese alegato, que cruza lo personal y lo colectivo, sigue interpelando hoy. Bukowski entendía que la mayoría se entrega a trabajos que no quiere por miedo a un destino peor. Y escribía con asco contra esa normalidad que convierte a las personas en piezas reemplazables. Su crítica, con ecos de Marx y de la filosofía existencialista, no era una tesis académica: era la voz de un hombre que se sabía distinto solo porque no podía dejar de escribir, aunque eso tampoco garantizara redención.

En el fondo, su literatura es una forma de resistencia. Resistir al olvido, a la indiferencia de las editoriales, al sistema que solo quiere obreros obedientes. Y aunque él mismo se consideraba un impostor, cada carta y cada relato muestran lo contrario: un escritor fiel a su experiencia, que nunca buscó ser ejemplar, apenas honesto.

Bukowski murió en 1994, pero su voz persiste en esas cartas que destilan furia y ternura. La furia contra el trabajo que destruye la vida, contra los editores que lo rechazaban, contra sí mismo. Y la ternura de un hombre que, a pesar de todo, encontraba en la escritura un milagro: la posibilidad de no haber desperdiciado por completo la vida.

Tal vez por eso, cuando agradeció en una de sus últimas cartas por haber sido finalmente publicado en Poetry, resumió toda su existencia en un gesto: la obstinación de seguir escribiendo aunque nadie escuchara. Bukowski, el borracho, el cartero, el impostor, terminó siendo el escritor que desnudó la alienación y la mediocridad con una voz inconfundible. Y en ese triunfo tardío, dejó una lección que sigue ardiendo: el único trabajo que vale la pena es aquel que no mata el alma.

 

 

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